Y ahí estábamos los dos, en un restaurante, sentados, frente a frente después de uuuuh de no vernos. Ah! Una morra me explicó esto:
No puedo negar que estaba emocionado de verla de nuevo, después de todo, es alguien a quien años atrás me quise trabar –o que nos trabáramos– pero no se hizo porque me resultó bastante conservadora y dijo –ya entrepiernados– que si no éramos novios que nanais. Ya mi buen amigo César me dio el consejo de “Wey, po’s nomás dile que sí, que muy noviecitos, te la coges y terminando: sabes qué, ya la pensé mejor, no creo que esto funcione” así que, agradecido de antemano, ya no hace falta que me lo hagan. Pero no, no es mi estilo, lo siento. Pues bien, estar ahí frente a ella hizo que se me despertara la hormona retozona alborotada por la posible posibilidad de que le diéramos a probar de estos nuestros huesitos (Qué chido y que sarra, las expresiones guarras ya me salen solitas; me siento liberado de tener que copiarlas siempre. Soy un creador) que tan abandonados andaban.
Ella pidió Pollo en salsa de… de… de algo que no recuerdo pero tenía un par de aceitunas. Yo no pedí nada porque ya había comido. (Aquí debo de confesar una tranza: Decidí estar ya comido porque sabía que si comíamos juntos tenía que invitarle la comida. Y como la cita era a las 5 pasado meridiano implicaba que ya no iba a haber comida corrida de a 30 pesos, sino comida a la carta que sumada a lo que yo consumiera pues haría que tuviera que gastar mucho más de lo presupuestado. Chale, me siento rata dientona de alcantarilla.)
Bueno, ella empezó a comer y yo trataba de concentrarme en sus manos pero… nooooo, no podía, comía bien feo, mascaba con la boca abierta, hablaba con la boca abierta, comía el pollo con las manos, separaba la carne de los huesos a mordidas, la salsa se le quedaba en los labios y no se la limpiaba, incluso le daba tragos (no bebía) al agua fresca con los labios llenos de salsa, hizo un desmadre en el plato, el mesero fue en reiteradas ocasiones a preguntarle que si ya le retiraba el plato y ella decía que no; yo no sé qué más le podía comer pero ella seguía empecinada chupando el huesito, hasta se comió la piel! –iaak! El sólo recordarle hace que me dé náusea–; Una vez que hubo terminado con el pollo, del cual intentó en fallidas ocasiones darme a probar, pensé que ya podría verla mientras conversábamos pero… le siguió con las aceitunas que mordía y chupaba y sacaba de su boca para ver dónde le había quedado carnita para después volverla a introducir en su boca y seguirla chupando, llegué a pensar que ya sabía por lo que yo estaba pasando y que lo hacía por pura maldad, pero no, ella es bien inocente, lo sé. Nunca se dio cuenta. Una vez que dejó relucientes los huesitos de las aceitunas pensé que lo peor había pasado, sin embargo, tomó uno de los huesitos y empezó a jugar con él sobre la mesa como si fuera una canica. En una ocasión la “canica” salió más fuerte y me pegó en el brazo… Sí! Un hueso de aceituna rechupado, manoseado, paseado por la mesa, me tocó el brazo. Ella dijo pásamela, ante lo cual sólo me limité a bajar mi brazo de la mesa. Entonces llegó –por fin– el mesero y se llevó lo que había en la mesa y ella… tomó un palillo y empezó a darle uso (esta parte no la describiré, me gusta mi teclado sin cosas encima). Afortunadamente una partecita pequeña en mi pequeño cerebro –el instinto de supervivencia, la neurona de la decencia– aún pudo salir del estado casi convulso en el que me encontraba y sugerir: Voy al baño y de paso les digo que te envíen la cuenta.
¿Qué significa ser atractiva?
Ah, Morra-de-la-que-estoy-hablando, si por casualidad llegas a leer esto te informo que no te aborrezco ni guardo rencor. Tan sólo evitaré que comamos juntos, pero todo lo demás está bien. Sabes que te tengo en alta estima.